lunes, 5 de noviembre de 2007

De repente, Madrid.

Poco a poco, paso a paso me encaminaba decidido al anden de la estación. Faltaban seis minutos para el próximo tren. Impaciente, clavado en el mismo lugar pensaba en mis cosas, haciendo mis planes para cuando llegase a mi destino. De repente, entre las vallas de la estación ves que el tren viene bastante rápido. Cómo siempre, abres la puerta de forma automática, sin pensar en lo que haces y sin darte cuenta que entras en el tren. Miras los asientos disponibles y huyes de cualquier mirada que se pueda cruzar con la tuya. Hay huecos libres ocupados por la presencia de otras personas. Pero no te gusta compartir tu espacio a menos que sea neceario, y buscas un lugar propio, lejos de cualquier mirada hasta la siguiente estación.

Me pongo a leer, comienzo un libro en el que se basa una película de la temporada pasada. Voy, leyendo diez veces cada frase mientras en tu mente fluyen otros pensamientos, pensamientos banales, sin sentido, pero tuyos...

En 20 minutos llego al primer destino. Decido coger el Cercanías. No por utilidad ni porque sea el medio más rapido a mi lugar de destino. Simplemente que la tarde era mia, quería disfrutar de otras cosas, de mis cosas. Tren con destino Segovia en un minuto. Efectuará parada en todas las estaciones, me vale. Rugen los railes hasta que el tren para, y subo con decisión. Busco asiento hasta que encuentro uno libre frente a una chica bonita con pantalones rotos. Me siento, intento retomar la lectura mientras mirando el paisaje que fluye ante mí busco sus ojos. Cambio la mirada, miro al interior del tren, miro a la ventana, busco escusas para mirarla. Mientras tanto saboreo esa tarde agonizante. 18:15, el sol se esconde poco a poco mientras te acercas a Atocha viendo el paisaje. El tren llega al destino. Se levanta, me levanto. Bajo del tren. Hasta la vista.

Despacio me dirijo a Puerta de Atocha, buscando encontrarme con esos últimos modelos ferroviarios que van por nuestras lineas de Alta Velocidad. Mientras tanto sueñas con esos viajes nocturnos cargados de romanticismo, rumbo a cualquier acogedor pueblo castellano, lejos del ruido, lejos de la gran ciudad, cerca del campo. Pero no es posible, hoy estoy en la ciudad. Doy un paseo por la zona, y salgo al jardín de la estación, paseando, buscando una salida. Estoy en Madrid. Subo hacía la glorieta de Carlos V, buscando un punto adecuado para fotografiar la fachada de Atocha. Me paro en medio de la rampa hasta que logro captarla.

Tráfico y más tráfico se agolpa en los aledaños de la estación mientras intentas cruzar la calle. Poco a poco, paso a paso me dirijo al Paseo del Prado. Atrás Atocha, a la derecha el Retiro, a la izquierda escaparates. Intento ir veloz, intentando cumplir con todo lo que tenía previsto. La tarde no es infinita mientras el día agoniza frente a la noche. Miras atrás y ves multitud de luces rojas, mientras piensas en la tranquilidad de otros lugares. De repente el Barrio de las Letras se abre a tu izquierda, y sin pensarlo me meto hacía la calle huertas. Comienzas a subir mientras lees las citas de Larra, Becquer o Lope de Vega escritas en el suelo. Miras a la derecha, a la izquierda. Estas en el Madrid antiguo, un Madrid cargado de historia que jamás te has molestado en ver. A cada paso te encuentras una placa que te cuenta la vida de Lope de Vega, de Quevedo, de Cervantes. Frente a un convento me quedó compartiendo con un grupo de ancianas la vida de una hija ilegítima del gran Lope de Vega, disfrutando del ambiente, saboreandolo en el paladar, fundiendote con las calles empedradas. No te quieres ir, pero te tienes que ir. La Plaza de Santa Ana se abre ante mí. Gente, bullicio, taxis, cervecerias. Paso sin darme cuenta que paso, y me encuentro en la Plaza de Jacinto Benavente. Todo cambia radicalmente.

Cadenas de tiendas a uno y otro lado de la calle carretas. Precios, ofertas, vendedores engominados y guardías de seguridad. De pronto te encuentras en la Puerta del Sol, en las obras de la Puerta del Sol y bajo una boveda que finalmente se ha tornado en negra. Cruzas por dónde antaño cruzaron otras tantas personas, dónde el pueblo de Madrid se levantó contra las tropas Napoleónicas, por dónde paseo Valle-Inclán o Galdós... Y me encajono en la calle Preciados. Se acabo el romanticismo, comienzan las compras. Chaqueta de terciopelo, dos camisas atrevidas y rumbo a los grandes almacenes de la cultura. Más dinero gastado y de vuelta a casa. Pero Madrid todavía me tenía que regalar algo más antes de irme, y de nuevo me encontré con ese grupo que toca música clásica y paraliza media calle. La emoción me embarga los sentidos mientras mis oidos degustan a Pachelbel, a Vivaldi o Por una cabeza, de Carlos Gardel. Pero el tiempo se acaba, hay que volver pese a que voy bien de tiempo. Me sorprendo al comprobar que tan solo son las 20:10. Me dirijo al Metro, espero al convoy con la mirada perdida en el fondo del tunel por el que continuará el tren. Monto, el tren esta lleno y una adolescente a mi lado escucha una música que no logro descifrar. Me pongo a leer tranquilamente, hago un trasbordo y continuo leyendo hasta que el viaje finaliza de nuevo en Arganda, en la localidad dónde vivo que esta tan cerca y tan lejos de Madrid. Vuelvo a mi casa rapido, cabizbajo como siempre escribiendo este blog en mi cabeza, sabiendo ahora que no me ha quedado como esperaba.

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