sábado, 20 de enero de 2007

Madrid.

Para que veais que a mi corazón no solo lo corrompe un odio visceral hacía todo el orden establecido en este minúsculo orbe en la inmensidad del universo, hoy he decido hablar de algo radicalmente distinto a lo que he venido haciendo los últimos tres meses en estos blogs en los que yo publico con más o menos fortuna. Hoy he decidio hablaros de uno de los amores de mi vida, aparte del chocolate, el cine, los libros y ejem... tú. Quiero hablaros de esa ciudad que me vió nacer y en la que no tengo la fortuna de residir, aunque viva muy cerca, quiero hablaros de Madrid.

Desde pequeñito me he sentido fascinado por la fuerza de esta ciudad y ahora cuando desgraciadamente cada día voy acercándome a esa madurez, que quieras que no te exige olvidarte de esas pequeñas cosas para prestar atención a obligaciones sin alma, en el fondo no soy capaz de no pararme, mirar a un lado, al otro, respirar y sentir esa magia úrbana que te envuelve. Recuerdo cuando con dos, tres, cuatro años iba agarrado a la mano de mi madre a buscar a mi padre a Ventas. Era un niño muy observador, miraba de un lado al otro, veía las estatuas de los celebres toreros y mirava maravillado la inmensidad de ese coso al que años después ves con connotaciones negativas. Pero nada se me escapaba a mi impacable vista y capacidad de observación infantil. Sabía donde estaba la tienda de ultramarinos, la droguería y ese bar de un tipo llamado Pedro al que soliamos pasar alguna vez cuando salía mi padre del taller. Todavía recuerdo como el amable panadero, amigo y vecino del lugar del trabajo, llamaba a mi padre "valenciano" por la situación del municipio en el que resido. Era una cita semanal con Madrid a la que inocentemente iba con mucha ilusión. Ibamos en autobus y Metro y volviamos en coche haciendo alguna paradita en casa de mis abuelos antes de volver a este rincón que con los años se me hizo lugubre. Y crecí, pero la percepción de Madrid seguía siendo la misma. Las calles, las gentes, esos establecimientos tradicionales que no cambian con el paso de los años y esa cultura tan apegada al placer del buen chocolate con churros en medio de una noche fria como esta.

Madrid siempre ha sido una ciudad de contrastes, de matices y deliciosamente impersonal. Nadie te conoce y todo el mundo ignora de tí, pero al mismo tiempo te sientes ahí, en familia entre nosotros, paseando, siguiendo la flecha que te marca la vida y completando esa historia diaria que cada uno tenemos. Una señora que va a ver a su hija, un inmigrante que vuelve a casa con su familia, una joven embarazada que va de compras, un cuarenton solitario que ha quedado para tomar algo y esperar algo de fortuna por parte de cupido... Y es algo curioso, este sentimiento de pertenencia y nacionalidad romántica madrileña no es algo que percibo unicamente en esos lugares conocidos en el que todo el mundo esta, da igual estar en Carabanchel que en Moratalaz o en pleno barrio de Salamanca, Madrid es Madrid y pese a todas las desgracias permanece inalterable a lo largo del tiempo, a lo largo de su peculiar historia y ahí permanece ese sentimiento esperando que en el menor tiempo posible vuelvas a renovarlo.

La gente suele quejarse, hablar del ruido, de la polución, de las interminables obras que al cabo del tiempo se agradecen, pero en el fondo un sentimiento que va más alla de nuestro raciocinio nos une a esta vieja ciudad capital de un vasto imperio y corte de una decadente monarquía. Madrid como ciudad ha sido más fuerte que Troya y pese a todo lo ocurrido a lo largo de su historia todo sigue donde esta, donde debe estar y donde queremos que este, simplemente ahí, donde nuestro corazón pueda olvidarse de preocupaciones banales, parar y sentir que eres parte de Madrid y Madrid es parte de tí.

Madrid es como un gran amor, y como gran amor que es, hay ocasiones en la que tiende a pasar desapercibido cuando te terminas acostumbrando a él. Tienes momentos de pasión, sí, pero existen otros momentos de mecánica indiferencia surgidos de la costumbre. Momentos en que, por ejemplo, cuando pasas bajo el reloj de la Puerta del Sol no le devuelves esa mirada complice. O cuando te atreves a pasear por la Plaza de Oriente como quien va a comprar una barra de pan pensando en tus cosas... Pero en el fondo y, pese a todo, como a ese gran amor de tu vida sigues queriéndolo y amándolo como desde el primer día.

Quedan muchas metrópolis de esa vieja y romántica Europa: Londres, Paris, Roma, Viena, Praga, Amsterdam... Madrid parece que siempre ha estado ahí, como quien no quiere la cosa, sin ser una ciudad ni demasiado grande ni demasiado pequeña, ni moderna ni antigua; pero siempre ha estado ahí con esa entidad propia y esas características que la han hecho ser como es hoy en día. Y es que bebiendo de ese pasado, de esa forma de ser, nuestro presente y nuestro futuro nacen hoy de ese pasado tan delicioso como el presente. Y es que personalmente casí todo se me olvida estando en Madrid, pero nunca olvido esos paseos silenciosos con tu amigo en los que sin venir a cuento decimos y pensamos al unísono ¡Que bonito es Madrid!

Y muy pronto lo compartiré contigo.



Murray


2 comentarios:

Lucy Snowe dijo...

Y yo no puedo más que agradecerte las hermosas palabras que me dedicas, e intentar corresponderte en esta entrada tuya de la que he disfrutado enormemente con su lectura. Y decirte también que te envidio, pues yo quisiera tener ese sentimiento de arraigo del que carezco por haber padecido siempre una vida itinerante... pero de alguna manera, Madrid siempre ha estado en mi corazón... y ahora más que nunca.

Lucy Snowe

Anónimo dijo...

A mí em ocurre una sensación parecida cada vez que voy a la capital. Intenté ir con mi ex-novia pero finalmente no pudo ser... que pena.

En fin, siempre recuerdo la canción de Sabina: Pongamos que hablo de Madrid